lunes, 16 de febrero de 2015

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En la ciudad las distancias no solo marcan los kilómetros que nos separan del otro. Nos hacen ver que en esa multitud de gente que cruzamos a diario, en esa cantidad de caras que desconocemos, puede llegar a estar alguien que un día cualquiera, traspase la barrera y acorte el tramo para comenzar un trato similar al que puede ocurrir en un pueblo chico, en una tarde de otoño. En el bar de la esquina de Guemes y Alvarado, en la mesa que está al lado del ventanal, un café y dos medialunas. Cecilia llega con el suplemento cultural que compra los sábados. Pasa las hojas apurada. Hojea la nota, mira la foto unos minutos y al sentirse tranquila en esa mirada serena, comienza a leer. Le gusta el tema que trata, el modo en que lo aborda.Lo imagina. Así, después de cada semana en la que ella va entablando un conocimiento y hasta una especie de confianza en las palabras que leé, siente que la distancia no va a impedir la posibilidad de tenerlo frente a frente. Cecilia contiúa sus días repletos de ocupaciones que en nada coinciden con la mirada de aquel hombre. Quizá el mismo desconocimiento vaya forjando la certeza de seguir sosteniendo que podemos ser lo que nuestras manos transforman en palabras. En eso piensa.A la tarde abre nuevamente el diario, intentando convencerse de la utopía de aquel pensamiento. Cuántas veces Cecilia, en la redacción del diario en el que trabajaba, había inventado una situación, la había transformado hasta volverla creible. Quizá, pensaba Cecilia, la foto que la mostraba graciosa y desvergonzada en su página, fuera para sus lectores, el modo en el que la veían. Cecilia, no era así- CONTINÚA...

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